Deontología y democracia

Las democracias, nos dice el filósofo Fernando Savater, son el régimen político donde los medios justifican los fines y no al revés. Por ejemplo, no se puede alcanzar la libertad por medio de la tiranía o la paz por medio de la violencia. En otras palabras, en las democracias es más importante el cómo se llega a la meta que llegar a la meta, porque ésta debe ser siempre el proceso, no el resultado.

Para aprehender esto es necesario reconocer que la función pública tiene sus propias pautas deontológicas. Como dice Savater, la deontología no es otra cosa que el conjunto de obligaciones específicas que atañen a determinados papeles sociales. Es, de otra manera, lo que corresponde hacer a una persona que ocupa una posición determinada en la sociedad.

Este término nos viene de perilla en este momento post-eleccionario. Ya la ciudadanía eligió a sus funcionarios y delegó, en ellos, la implantación de unas propuestas y de un plan de gobierno, junto a unos principios y valores de participación, transparencia y rendición de cuentas.

Ahora, al ser elegidos, les toca a los funcionarios consagrarse al deber común de la sociedad y no a sus partidos o intereses privados. No podemos permitir que haya políticos que prefieran no resolver un problema sensitivo con una propuesta costo-efectiva, sólo porque esa propuesta proviene de un partido contrario o responde a principios con los que personalmente no comulga. A partir de enero de 2013 y por los próximos 4 años se deberá implantar la voluntad ciudadana, garantizando la transparencia, la inclusión y los derechos defendidos.

Para hacer de la política un espacio que permita madurar hacia una democracia participativa y deliberativa es necesario que se tomen en cuenta, según Savater, algunos de los siguientes principios. El primero de todos es el principio de la inviolabilidad y dignidad de la persona: la persona tiene derecho a no ser sacrificada, que no sea utilizada como chivo expiatorio o como mero instrumento de un grupo o colectivo. Esto quiere decir que lo que es el derecho de unos o de un grupo, debe ser el derecho de todos, porque todos somos ciudadanos de un país y de este planeta, independiente de nuestras creencias, preferencias, sexualidad, etc.

Tampoco podemos permitir que haya dependencia y desempleo crónico a costa de hacer ricos a ciertos grupos sociales. No podemos someter a comunidades completas a ambientes contaminantes para reducir costos o sumar ganancias. Este principio plantea un cambio de paradigma en las formas de hacer política y tomar decisiones sobre asuntos públicos que afectan a la sociedad.

El segundo principio es el derecho a la autonomía de la persona. Que ésta tenga condiciones para crear sus planes de vida y que no se vea obligado a someterse a los intereses de un grupo particular o de alguna institución. Ello, siempre y cuando dichos planes no sean a cuenta de la violencia o de la agresión o se prediquen contra derechos ajenos. Es rechazar el paternalismo, venga del Estado o de una organización comunitaria. En otras palabras, el bien, cuando se impone, deja de ser un bien.

La democracia es la garantía de que los derechos humanos no serán sometidos, dependiendo de si conviene o no. El bien común no puede dejar desprotegida a la persona, ni se puede invocar el bien común o la protección del colectivo a costa de suprimir derechos humanos.

La democracia también es un medio que permite garantizar la transparencia, la inclusión y la participación. Por eso es necesario retomar las pautas deontológicas de la democracia y de la función pública para, de esta manera, rescatar la política y encaminarla como espacio que garantice y geste lo común, a la vez que garantiza lo individual. Es un tenso, pero necesario reto para los nuevos incumbentes. El País lo necesita y la ciudadanía lo ha invocado alto y claro.

MARÍA DE LOURDES LARA HERNÁNDEZ
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