Criminalizar los Derechos

La inclusión de disposiciones persecutorias y antidemocráticas en el proyecto que enmendaría el Código Penal, dirigidas a criminalizar y silenciar la libertad de expresión, cancela cualquier virtud que el nuevo estatuto pudiera tener y es razón suficiente para que el gobernador Luis Fortuño detenga con el veto expreso esta atrocidad.

Bajo la pretensión de que se trata de una medida con garras para atacar la violencia criminal que consume al País, esta Administración ha producido un proyecto para enmendar el Código Penal que contiene una vil disposición de pena fija de tres años de cárcel a cualquiera que “perturbe” trabajos legislativos o “cometa cualquier desorden” en presencia de legisladores estatales o municipales.

Si esta llana y ambigua disposición se convierte en ley como parte de un nuevo código, personas como John Molina, quien en el 2000 reclamó a viva voz desde las gradas del hemiciclo cameral, recursos para una escuela rural en su pueblo, o los manifestantes que protestaron por el cierre del acceso del público y los periodistas a las gradas del Senado, pagarían con tres años de prisión por el solo “delito” de haber ejercido su libertad de expresión y asociación.

La exposición a cárcel podría ser hasta por menos que esto, puesto que cualquier pretexto podría utilizarse para acusar a una persona de “perturbar” el trabajo legislativo.

Un estatuto de esta naturaleza se asemeja peligrosamente a las llamadas leyes de desacato que imperan en al menos 17 países de América Latina y en otros lugares del orbe donde imperan el autoritarismo, el totalitarismo y la opresión.

Es bochornoso e insólito que los legisladores de mayoría en ambas cámaras hayan avalado una medida de esta naturaleza cuando organizaciones internacionales y las no gubernamentales de todo el mundo han expresado contundentemente la necesidad de que estas leyes sean abolidas ya que se trata de instrumentos de represión dirigidos a limitar la libertad al castigar las expresiones de denuncia y fiscalización que pudieran “ofender” a los funcionarios.

Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) las leyes de prohibición de manifestaciones o expresiones contra funcionarios públicos, silencian ideas y opiniones y restringen el debate público, fundamental para el efectivo funcionamiento de una democracia.

Asimismo, los organismos internacionales reconocen que leyes de esta naturaleza violan los derechos humanos expresados en numerosos instrumentos internacionales, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Declaración Universal de Derechos Humanos, que son uniformes en reconocer que toda persona tiene derecho “de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”.

Pero no hay que ir tan lejos. La reglamentación del ejercicio de un derecho fundamental como es la libertad de expresión, también atenta contra las garantías que nos confiere nuestra Carta Magna.

La fiscalización de las actuaciones de los servidores públicos, en especial los legisladores que reciben un mandato directo del pueblo, no puede ser un delito.

Porque este tipo de legislacion es un vergonzoso retroceso en un país cuyo ordenamiento constitucional proveyó el más amplio marco para el ejercicio de la libre expresion. Y porque no podemos entregar garantías y derechos ya obtenidos.